A inicios de julio de 1882, el general Andrés Avelino Cáceres estaba acantonado en el límite sur del valle del Mantaro con su recién constituido Ejército del Centro y millares de guerrilleros de las comunidades de la región. Preparaba una vasta operación militar que tenía como objetivo destruir el ejército de tres mil soldados chilenos, que desde febrero del mismo año ocupaban la Sierra central.

El jefe de las fuerzas de ocupación estaba informado sobre la contraofensiva cacerista y tenía la autorización del comando instalado en Lima para replegarse a la capital. El 9 de julio en la madrugada, el ejército chileno debía emprender la marcha. Sin embargo, antes de que recogiesen sus puestos avanzados en la zona sur, atacó el Brujo de los Andes.

El grueso del Ejército del Centro había pernoctado en las alturas que dominan Marcavalle, posición que sigilosamente ocuparon la tarde anterior los breñeros. A las cinco de la madrugada las tropas ya habían tomado su rancho y ocuparon sus puestos de combate en el más completo silencio. Al alba, una compañía del batallón Tarapacá inició las acciones, trabando combate con las avanzadillas chilenas de Marcavalle, e instantes después la artillería peruana (cuatro piezas) inició el cañoneo desde su emplazamiento en las alturas de Curacán.

Tras un corto combate, la compañía del Santiago que resguardaba Marcavalle emprendió una fuga precipitada, porque era amenazada con ser desbordada por las fuerzas de la segunda división, los guerrilleros de Acoria, Colcabamba, Huando, Acostambo, Pillichaca y tres piezas de artillería, por las alturas de la izquierda; y por la escolta de Cáceres, los batallones Zepita e Izcuchaca, la segunda columna de Pampas, cuatro piezas de artillería y los guerrilleros de Pazos y Tongos, por la derecha; mientras que al ataque frontal del Tarapacá se había sumado la primera columna de Pampas y los guerrilleros de Huaribamba.

Replegado en Pucará, el destacamento chileno se reincorporó a su batallón. El Santiago trató de hacerse fuerte en el pueblo de Pucará contra la arremetida frontal de las fuerzas que avanzaban desde Marcavalle, mas las fuerzas del comandante Gálvez, comandante general de las guerrillas, quien dirigía la columna Voluntarios de Izcuchaca y los destacamentos de Domingo Cabrera, Segura y otros jefes guerrilleros, le cayeron por la espalda, estrechándolo contra las fuerzas regulares que avanzaban desde Marcavalle. Desalojados de Pucará, los chilenos abandonaron en desbandada el campo de combate rumbo a Zapallanga, pueblo que abandonaron en iguales condiciones, ante la persecución de las fuerzas de Cáceres, huyendo precipitadamente rumbo a Huancayo.

El repliegue del ejército chileno. En Huancayo, el coronel Estanislao del Canto, jefe del ejército chileno, recibió la noticia de la ofensiva contra el batallón Santiago a media mañana e inmediatamente corrió con el grueso de su ejército en auxilio de las fuerzas comprometidas. Recibió a éstas en el caserío de La Punta, una legua al sur de Huancayo, salvando los restos del deshecho batallón y contramarchó hacia Huancayo a media tarde. El temor de un ataque nocturno contra sus alarmadas tropas le hizo postergar el inicio del repliegue general para el día siguiente. Horas antes el batallón Chacabuco había emprendido camino rumbo a Concepción, donde estaba estacionada la Cuarta Compañía del citado batallón. Lo comandaba Pedro César Quintavalla y, según las órdenes impartidas por el coronel Canto, debía partir en la madrugada.

De haberlo hecho así, hubiese llegado a la una de la tarde a su destino…, momentos antes de que las fuerzas del coronel Gastó y los guerrilleros de la región emprendieran el asalto contra la guarnición chilena instalada en Concepción. Quintavalla ignoraba esto y, tras apenas 15 kilómetros de marcha, decidió pernoctar con el grueso del batallón Chacabuco en San Jerónimo, cinco kilómetros antes de su destino. De seguir la marcha habría llegado al pueblo a las cuatro o cinco de la tarde, cuando el ataque guerrillero recién comenzaba. Su demora fue providencial para los guerrilleros y condenó a muerte a los ocupantes de Concepción.

El 10 de julio, las fuerzas de Estanislao del Canto abandonaron Huancayo, siguiendo la ruta del famoso Camino del Inca, para escapar rumbo a Lima. Pese a la exigencia de sus oficiales, Canto se negó a incendiar Huancayo. Tras de sí, la desmoralizada columna dejaba una región devastada por la guerra; una economía en ruinas y una macabra estela de desolación y muerte. Se capturó a centenares de infelices indígenas que, acollarados como bestias, cargaron las camillas en que viajaban los incapacitados. Pocas horas después de la partida del ejército chileno, las fuerzas del general Cáceres ocuparon Huancayo.

A mediodía, los primeros destacamentos de caballería chilena se acercaron a Concepción, llamándoles la atención la columna de humo que se elevaba en la plaza del pueblo. Luego se enteraron de que la guarnición completa había sido exterminada pocas horas atrás. Concepción fue arrasada en represalia por las tropas de Canto, fusilaron a las personas que encontraron e igual suerte sufrieron varias otras localidades que estaban en la ruta del ejército fugitivo.

Balance de las jornadas de julio de 1882. Las batallas y las consecuentes represalias tomadas por las fuerzas de ocupación en fuga tuvieron un notable impacto en la población. “La indignación contra los chilenos –narra Cáceres en sus Memorias– cobró considerable incremento e intensidad entre los naturales de los pueblos comarcanos, a causa de los atroces crímenes que aquéllos cometieron durante su fuga a Lima. La huella de su paso estaba tétricamente señalada por la multitud de cadáveres de pacíficos e inermes pobladores, cruelmente victimados, y por las violaciones, la depredación y el saqueo. Y por todas partes surgían guerrilleros dispuestos a luchar contra el odiado invasor”. El juicio de Cáceres es ratificado por el propio almirante Patricio Lynch, el comandante en jefe de las fuerzas de ocupación instaladas en Lima, quien lacónicamente informó a su Gobierno: “Antes del abandono de los territorios del interior se aprovecharon todos los elementos utilizables; se destruyeron puentes, caseríos y senderos, exceptuando sólo las obras de la empresa del Ferrocarril, y se hizo pesar sobre los pueblos rebeldes y sospechosos de connivencia con los montoneros, todo el peso de nuestra venganza”.

Las batallas de Marcavalle y Pucará fueron un éxito rotundo para las fuerzas de Cáceres: “Las pérdidas sufridas por el enemigo –narra el gran estratega– fueron de consideración. Entre muertos y heridos pasaron de 200. Dejaron en nuestro poder unos 200 fusiles y sus municiones, la caja del cuerpo, una bandera, caballos, vestuario y otros despojos de guerra. Los numerosos muertos que quedaron en el campo fueron enterrados por nuestras tropas; entre ellos se encontraron un jefe y cinco oficiales, para quienes se dispuso darles sepultura especial, rindiéndoseles los honores correspondientes”. Por su parte, en orden del día que el coronel Canto ordenó leer a las tropas chilenas, reconoció la muerte de 71 hombres del Santiago, la pérdida de la caja y de abundantes pertrechos.

En las operaciones de julio de 1882 Cáceres derrotó a una división de tres mil hombres y le provocó 600 bajas. Consiguió recuperar la Sierra central, desalojando a las fuerzas chilenas, y ganó millares de nuevos combatientes. El impacto de estos sucesos fue enorme en Chile, precipitando una grave crisis política. Pero lo ganado por los pueblos del centro en el campo de batalla, se perdería después por la desunión de las clases gobernantes.

Nelson Manrique
Historiador

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