El siglo XX comenzó en un tiempo de catástrofes y nos legó finalmente los avances científicos y tecnológicos que han transformado prácticamente todos los aspectos de nuestra vida. La familia no ha podido sustraerse a esos cambios que afectan su rol fundamental en la educación de sus hijos.

Estábamos acostumbrados a que los niños aprendan en familia aptitudes tan fundamentales como hablar, asearse, vestirse, obedecer a los mayores, proteger a los más pequeños, compartir alimentos y otros dones con quienes les rodean, participar en juegos colectivos respetando los reglamentos, rezar a los dioses (tratándose de familias religiosas), distinguir a nivel primario lo que está bien de lo que está mal según las pautas de la comunidad a la que pertenece, todo lo cual conforma un aprendizaje de “socialización” inicial que les permitía convertirse en nuevos miembros de la sociedad.

Este proceso continuaba en la escuela, con los grupos de amigos, el lugar de trabajo, etc. que llevan a cabo la socialización secundaria. Sin embargo, desde hace algún tiempo la socialización primaria no se cumple cabalmente, lo cual dificulta la continuidad de dicho proceso en etapas posteriores. Queda claro, pues, que el aprendizaje durante la larga estancia en casa es fundamental.

Ello tiene que ver con la forma como se aprende en familia: el clima familiar está recalentado de afectividad, apenas existen barreras distanciadoras entre los parientes que conviven juntos y la enseñanza se apoya más en el contagio y en la seducción que en lecciones objetivamente estructuradas. Fernando Savater sostiene que “La educación familiar funciona por vía del ejemplo, no por sesiones discursivas de trabajo, y está apoyada por gestos, humores compartidos, hábitos del corazón, chantajes afectivos junto a la recompensa de caricias y castigos distintos para cada cual, cortados a nuestra medida (o que configuran la medida que nos va a ser ya siempre propia). En una palabra, este aprendizaje resulta de la identificación total con sus modelos o del rechazo visceral, patológicamente herido de los mismos(no olvidemos, ¡ay! que abundan más los niños infelices que los felices), nunca de su valoración crítica y desapasionada”.

Consecuentemente, lo que se aprende en la familia tiene una indeleble fuerza persuasiva, que en los casos favorables sirve para el acrisolamiento de principios moralmente estimables que resistirán luego las tempestades de la vida, pero en los desfavorables hace arraigar prejuicios que más tarde serán casi imposibles de extirpar. Y claro está que la mayor parte de las veces principios y prejuicios van mezclados de tal modo que ni siquiera al interesado, muchos años más tarde, le resulta sencillo discernir los unos de los otros.

Todo este caudal implícito en la concepción tradicional de la familia ha empezado a cambiar. El historiador Eric Hobsbawm -recuerda Juan-José López Burniol- ha escrito que la verdadera revolución del siglo XX es el desmoronamiento del dominio que el varón ha ejercido sobre la mujer desde el principio de los tiempos, es decir, la liberación de la mujer, que ha terminado -en los países avanzados- con una dominación patriarcal milenaria, no sólo en las capas sociales altas, donde siempre fue menor, sino en todas. En este proceso de liberación pueden distinguirse tres etapas: en la primera, con la introducción de la profilaxis antiséptica que redujo las fiebres puerperales, la mujer ha pasado de tener una esperanza de vida mucho más corta que la del varón, a superarlo en una media de 10 años. En la segunda, iniciada a raíz de la Guerra Europea, la mujer ocupó los puestos de trabajo que el hombre había tenido que abandonar a causa de su reclutamiento, de manera que esta integración laboral irreversible se ha convertido en el presupuesto básico de su emancipación. La tercera etapa, iniciada en los sesenta con la expansión de la píldora anticonceptiva, ha permitido a la mujer controlar su embarazo, lo que -juntamente con su proyecto laboral propio- le posibilita organizar su vida con autonomía.

A causa de este proceso, ha entrado en crisis irreversible la configuración patriarcal de la familia, caracterizada por implicar una autoridad de los hombres sobre las mujeres y sus hijos, impuesta por las instituciones en el seno de la unidad familiar. Esta crisis se manifiesta en la frecuencia de divorcios y separaciones y en la dificultad, cada vez mayor, para hacer compatibles matrimonio y trabajo. Lo que, unido a factores como el envejecimiento de la población y las tasas de mortalidad diferentes según el sexo, provoca una variedad creciente de estructuras de hogares, con lo que se diluye el predominio del modelo clásico de la familia nuclear tradicional (parejas casadas en primeras nupcias y sus hijos), proliferando los hogares unipersonales y los de un solo progenitor.

Ahora bien, la crisis de la forma clásica de familia no significa en modo alguno el fin de la familia. Ya que en el desarrollo histórico de las sociedades, no hay sólo valores buenos contrapuestos a valores malos. Hay muchos valores buenos y legítimos contrapuestos entre sí y tenemos que optar entre ellos; y, al optar, muy a menudo hemos de dejar de lado valores también legítimos. En este sentido, aun entendiendo las quejas de los grupos que han perdido poder a causa de ello, cabe entender aún mejor e identificar como más legítimos y progresistas los intereses emergentes de las mujeres, que imponen -con el cambio de sus pautas de comportamiento y sus nuevas prioridades- una transformación fundamental que influye en las familias e incide en la sociedad toda.

En este contexto, no se puede desconocer que la tarea actual de la escuela resultadoblemente complicada. Tiene que encargarse de muchos elementos de formación básica de la conciencia social y moral de los niños que antes eran responsabilidad de la socialización primaria llevada a cabo en el seno de la familia. Tarea, además, que debe llevar a cabo no sólo en sustitución de la socialización familiar sino en competencia con la socialización televisiva, hipnótica y acrítica que están recibiendo constantemente los niños y jóvenes.

Y sin embargo esta nueva situación educativa, aunque multiplique las dificultades en el camino de los maestros, también abre posibilidades prometedoras para la formación moral y social de la conciencia de los futuros ciudadanos. Como sabemos, la socialización familiar tendía también a la perpetuación del prejuicio y a la esclerosis en la aceptación obligada de modelos vitales. En demasiado ocasiones, los padres no educan para ayudar a crecer al hijo sino para satisfacerse modelándolo a la imagen y semejanza de lo que ellos quisieran haber sido, compensando así carencias y frustraciones propias.

En este contexto, es positivo señalar las potencialidades liberadoras que abre una socialización más flexible y abierta, lo verdaderamente complejo es anticipar elperfil de familia que estamos construyendo.

Susana Alvarado Liñán
Editora Boletín Pedagógico Sin Fronteras
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